viernes, 15 de mayo de 2009

2º ENCUENTRO NACIONAL DE BIBLIOTECAS





estuvimos en el 2º Encuentro Nacional de Bibliotecas Populares donde el cierre lo hizo MICHELLE PETIT.

Feria del Libro 8,9 y 10 de mayo


estuvimos en la Feria del libro donde pudimos comprar más de 300 libros al 50 % por el descuento de CONABIP, luego de una larguisima cola para inscribirnos y de largas colas para comprar.

jueves, 12 de febrero de 2009

El 12 de febrero se cumplieron 25 años de la muerte de Julio Cortazar

Carta abierta a Glenda
Por Julio Cortázar.Clarín 08/10/81
Querida Glenda, esta carta no le será enviada por las vías ordinarias porque nada entre nosotros puede ser enviado así, entrar en los ritos sociales de los sobres y el correo. Será más bien como si la pusiera en una botella y la dejara caer a las aguas de la bahía de San Francisco en cuyo borde, se alza la casa desde donde le escribo, como si la atara al cuello de una de las gaviotas que pasan como latigazos de sombra frente a mi ventana y oscurecen por un instante el teclado de esta máquina. Pero una carta de todos modos dirigida a usted, a Glenda Jackson, en alguna parte del mundo que probablemente seguirá siendo Londres; como muchas cartas, como muchos relatos, también hay mensajes que son botellas al mar y entran en esos lentos, prodigiosos sea-changer que Shakespeare cinceló en La Tempestad y que amigos inconsolables inscribirían tanto tiempo después en la lápida bajo la cual duerme el corazón de Percy Bysahe Shelley en el cementerio de Cayo Sextio, en Roma. Es así, pienso, que se operan las comunicaciones profundas, lentas botellas errando en lentos mares, tal como lentamente se abrirá camino esta carta que la busca a usted con su verdadero nombre, no ya la Glenda Garson que también era usted, pero que el pudor y el cariño cambiaron sin cambiarla, exactamente como usted cambia sin cambiar de una película a otra. Le escribo a esa mujer que respira bajo tantas máscaras, incluso la que yo inventé para no ofenderla y le escribo porque también usted se ha comunicado ahora conmigo debajo de mis máscaras de escritor; por eso nos hemos ganado el derecho de hablarnos así, ahora que sin la más mínima posibilidad imaginable acaba de llegarme su respuesta, su propia botella al mar rompiéndose en las rocas de esta bahía para llenarme de delicia en la que por debajo late algo como el miedo, un miedo que no acalla la delicia, que la vuelve pánica, la sitúa fuera de toda carne y de todo tiempo como usted y yo sin duda lo hemos querido cada uno a su manera. No es fácil escribirle esto porque usted no sabe nada de Glenda Garson, pero a la vez las cosas ocurren como si yo tuviera que explicar inútilmente algo que de algún modo es la razón de su respuesta; todo ocurre como en planos diferentes, en una duplicación que vuelve absurdo cualquier procedimiento ordinario de contacto; estamos escribiendo o actuando para terceros, no para nosotros, y por eso esta carta toma la forma de un texto que será leído por terceros y acaso jamás por usted, o tal vez por usted pero solo en algún lejano día, de la misma manera que su respuesta ya ha sido conocida por terceros mientras que yo acabo de recibirla hace apenas tres días y por un mero azar de viaje. Creo que si las cosas ocurren así, de nada serviría intentar un contacto directo; creo que la única posibilidad de decirle esto es dirigiéndole una vez más a quienes van a leerlo como literatura, un relato dentro de otro, una coda o algo que parecía destinado a terminar con ese perfecto cierre definitivo que para mi deben tener los buenos relatos. Y si rompo la norma, si a mi manera le estoy escribiendo este mensaje, usted que acaso no lo leerá jamás es la que me está obligando, la que tal vez me está pidiendo que se lo escriba. Conozca, entonces, lo que no podía conocer y sin embargo conoce. Hace exactamente dos semanas que Guillermo, Shavelson, mi editor en México, me entregó los primeros ejemplares de un libro de cuentos que escribí a lo largo de estos últimos tiempos y que lleva el título de uno de ellos, Queremos tanto a Glenda. Cuentos en español, por supuesto, y que sólo serán traducidos a otras lenguas en los próximos años, cuentos que esta semana empiezan apenas a circular en México y que usted no ha podido leer en Londres, donde por lo demás casi no se me lee y mucho menos en español. Tengo que hablarle de uno de ellos sintiendo al mismo tiempo, y en eso reside el ambiguo horror que anda por todo esto, lo inútil de hacerlo, porque usted, de una manera que solo el relato mismo puede insinuar, lo conoce ya; contra todas las razones, contra la razón misma, la respuesta que acabo de recibir me lo prueba y, me obliga a hacer lo que estoy haciendo frente al absurdo, si esto es absurdo, Glenda, y yo creo que no lo es aunque ni usted ni yo podamos saber lo que es. Usted recordará entonces, aunque no puede recordar algo que nunca ha leído, algo cuyas páginas tienen todavía la humedad de la tinta de imprenta, que en ese relato se habla de un grupo de amigos de Buenos Aires que comparten, desde una furtiva fraternidad de club, el cariño y la admiración que sienten por usted, por esa actriz que el relato llama Glenda Garson, pero cuya carrera teatral y cinematográfica está indicada con la claridad suficiente para que cualquiera que lo merezca pueda reconocerla. El relato es muy simple: los amigos quieren tanto a Glenda que no pueden tolerar el escándalo de que algunas estén por debajo de la perfección que todo gran amor postula y necesita, y que la mediocridad de ciertos directores enturbie lo que sin duda usted había buscado mientras las filmaba. Como toda narración que propone una catarsis, que culmina en un sacrificio lustral, éste se permite transgredir la verosimilitud en busca de una verdad más honda y más última; así, el club hace lo necesario para apropiarse de las copias de las películas menos perfectas y las modifica allí donde una mera supresión o un cambio apenas perceptible en el montaje repararán las imperdonables torpezas originales. Supongo que usted, como ellos, no se preocupa por las despreciables imposibilidades prácticas de una operación que el relato describe sin detalles farragosos; simplemente la fidelidad y el dinero hacen lo suyo, y un día el club puede dar por terminada la tarea y entrar en el séptimo día de la felicidad. Sobre todo de la felicidad porque en ese momento usted anuncia su retiro del teatro y del cine, clausurando y perfeccionando sin saberlo una labor que la reiteración y el tiempo hubieran terminado por mancillar. Sin saberlo... Ah, yo soy el autor del cuento, Glenda, pero ahora ya no puedo afirmar lo que me parecía tan claro al escribirlo. Ahora me ha llegado su respuesta, y algo que nada tiene que ver con la razón me obliga a reconocer que el retiro de Glenda Garson tenía algo de extraño, casi de forzado, así, al término justo de la tarea del ignoto y lejano club. Pero sigo contándole el cuento aunque ahora su final me parezca horrible puesto que tengo que contárselo a usted, y es imposible no hacerlo puesto que está en el cuento, puesto que todos lo están sabiendo en México desde hace diez días y sobre todo porque usted también lo sabe. Simplemente, un año más tarde Glenda Garson decide retornar al cine, y los amigos del club leen la noticia con la abrumadora certidumbre de que ya no les será posible repetir un proceso que sienten clausurado, definitivo. Solo les queda una manera de defender la perfección, el ápice de la dicha tan duramente alcanzada. Glenda Clarson no alcanzará a filmar la película anunciada, el club 'hará lo necesario y para siempre. Todo esto, usted lo ve, es un cuento dentro de un libro, con algunos ribetes de fantástico o de insólito, coincide con la atmósfera de los otros relatos de ese volumen que mi editor me entregó la víspera de mi partida de México. Que el libro lleve ese título se debe simplemente a que ninguno de otros cuentos tenía para mí esa resonancia un poco nostálgica y enamorada que su nombre y su imagen despiertan en mi vida desde que una tarde, en el Aldwych Theater de Londres, la vi fustigar con el sedoso látigo de sus cabellos el torso, desnudo del marqués de Sade; imposible saber, cuando elegí ese título para el libro que de alguna manera estaba separando el relato del resto y poniendo toda su carga en la cubierta, tal como ahora en su última película que acabo de ver hace tres días aquí en San Francisco, alguien ha elegido un título, Hopscotch, alguien que sabe que esa palabra se traduce por Rayuela en español. Las botellas han llegado ha destino, Glenda, pero el mar en el que derivaron no es el mar de los navíos y de los albatros.Todo se dio en un segundo, pensé irónicamente que había venido a San Francisco para hacer un cursillo con estudiantes de Berkeley y que íbamos a divertirnos ante la coincidencia del titulo de esa película y el de la novela que seria uno de los temas de trabajo. Entonces, Glenda, vi la fotografía de la protagonista y por primera vez fue el miedo. Haber llegado de México trayendo un libro que se anuncia con su nombre, y encontrar su nombre en una película que se anuncia con el título de uno de mis libros, valía ya como una bonita jugada del azar que tantas veces me ha hecho jugadas así; pero eso no era todo, eso no era nada hasta que la botella se hizo pedazos en la oscuridad de la sala y conocí la respuesta, digo respuesta porque no puedo ni quiero creer que sea una venganza. No es una venganza si no un llamado al margen de todo lo admisible, una invitación a un viaje que solo puede cumplirse en territorios fuera de todo territorio. La película, desde ya puede decir que despreciable se basa en una novela de espionaje que nada tiene que ver con usted o conmigo, Glenda, y precisamente por eso sentí que detrás de esa trama más bien estúpida y cómodamente vulgar se agazapaba otra cosa, impensablemente otra cosa puesto que usted no podía tener nada que decirme y a la vez sí, porque ahora usted era Glenda Jackson y, si había aceptado filmar una película con ese título, yo no podía dejar de sentir que lo había hecho desde Glenda Garson, desde los umbrales de esa historia en la que yo la había llamado as!. Y que la película no tuviera nada que ver con eso, que fuera una comedia de espionaje apenas divertida, me forzaba a pensar en lo obvio, en esas cifras o escrituras secretas que en una página de cualquier periódico o libro previamente con venidos remiten a las palabras que transmitirán el mensaje para quien conozca la clave. Y era así, Glenda, era exactamente así. ¿Necesito probárselo cuando la autora del mensaje está más allá de toda prueba? Si lo digo es para los terceros que van a leer mi relato y ver su película, para lectores y espectadores que serán los ingenuos puentes de nuestros mensajes: un cuento que acaba de editarse, una película que acaba de salir, y Ahora esta carta que casi indeciblemente los contiene y los clausura. Abreviaré un resumen que poco nos interesa ya. En la película usted ama a un espía que se ha puesto a escribir un libro llamado Hopscotch a fin de denunciar los sucios tráficos de la CIA, del F.B.I. y del K.G.B., amables oficinas para las que ha trabajado y que ahora se esfuerzan por eliminarlo. Con una lealtad que se alimenta de ternura usted lo ayudará a fraguar el accidente que ha de darlo por muerto frente a sus enemigos; la paz y la seguridad los esperan luego en algún rincón del mundo. Su amigo publica Hopscotch, que aunque no es mi novela deberá llamarse obligadamente Rayuela cuando algún editor de "best sellers" la publique en español. Una imagen hacía el final de la película muestra ejemplares del libro en una vitrina, tal como la edición de mi novela debió estar en algunas vitrinas norteamericanas cuando Pantheon Books la editó hace años. En el cuento que acaba de salir en México yo la maté simbólicamente, Glenda Jackson, y en esta película usted colabora en la eliminación igualmente simbólica del autor de Hopscotch. Usted como siempre es joven y bella en la película, y su amigo es viejo y escritor como yo. Con mis compañeros del club entendí que solo en la desaparición de Glenda Garson se fijaría para siempre la perfección de nuestro amor; usted supo también que su amor exigía la desaparición para cumplirse a salvo. Ahora, al término de esto que he escrito con el vago horror de algo igualmente vago, sé de sobra que en su mensaje no hay venganza sino una incalculablemente hermosa simetría, que el personaje de mi relato acaba de reunirse con el personaje de su película porque usted lo ha querido así, porque solo ese doble simulacro de muerte por amor podía acercarlos. Allí, en ese territorio fuera de toda brújula, usted y yo estamos mirándonos, Glenda, mientras yo aquí termino esta carta y usted en algún lado, pienso que en Londres, se maquilla para entrar en escena o estudia el papel para su próxima película.

El 1º de febrero cumplió 79 años María Elena Walsh integrante fundamental de nuestra cultura y sobre todo de muchísimas infancias.

Canción De Caminantes
M.E.Walsh
Porque el camino es árido y desalienta.
Porque tenemos miedo de andar a tientas
Porque esperando a solas poco se alcanza
Valen mas los temores que una esperanza
Dame la mano y vamos ya,
dame la mano y vamos ya.
Si por delicadeza perdí mi vida
Quiero ganar la tuya por decidida.
Porque el silencio es cruel peligroso el viaje
Yo te doy mi canción tu me das coraje.
Dame la mano y vamos ya,
dame la mano y vamos ya.
Animo nos daremos a cada paso
Animo compartiendo la sed y el vaso
Animo que aunque hallamos envejecido
Siempre el dolor parece recién nacido.
Dame la mano y vamos ya,
dame la mano y vamos ya.
Porque la vida es poca la muerte mucha
Porque no hay guerra pero sigue la lucha
Siempre nos separaron los que dominan
Pero sabemos que hoy eso se termina.
Dame la mano y vamos ya,
dame la mano y vamos ya.

martes, 13 de enero de 2009

Acá está el otro.



Había una vez un rey grande, en un país chiquito.
En el país chiquito vivían hombres, mujeres y niños.
Pero el rey nunca hablaba con ellos, solamente les ordenaba.
Y como no hablaba con ellos, no sabía lo que querían; y si por casualidad los sabía, no le interesaba.
El rey grande del país chiquito, ordenaba, solamente ordenaba: ordenaba esto, aquello y lo de más allá, que hablaran o que no hablaran, que hicieran así o que hicieran asá.
Tantas órdenes dio, que un día no tuvo más cosas para ordenar.
Entonces se encerró en su castillo y pensó, hasta que se decidió: “Ordenare que todos pinten sus casa de gris”.
Y todos pintaron sus casas de gris.
Todos menos uno; uno que estaba sentado mirando el cielo y vio pasar una paloma roja, azul y blanca.
“¡Oh, qué linda!, dijo maravillado, “pintaré mi casa de rojo, azul y blanco!”.
Y la pintó nomás.
Cuando el rey miró desde su torre y vio entre las casas grises una roja, azul y blanca, se cayó de espaldas una vez, pero enseguida se levantó y ordenó a sus guardias:
—¡Traigan inmediatamente a uno que pintó su casa de rojo, azul y blanco!
Los guardias aprontaron sus ojos para verlo todo, sus orejas para oír y se marcharon.
Pero mientras llegaban a la casa de “uno”, otro que viva en la casa vecina dijo:
“Qué linda casa; yo también pintaré la mía así”.
Y la pintó nomás.
Entonces cuando los guardias llegaron, no supieron cuál era la casa de uno y cuál la casa de otro, así que regresaron al castillo y hablaron con el rey.
—¡No puede ser —dijo el rey, y miró desde la torre. Al ver lo que vio se cayo de espaldas dos veces, pero enseguida se levantó. Y ordenó a sus guardias:
—Me traen a uno y a otro, ¡inmediatamente!
Pero ya un tercero había visto las dos casas de rojo, azul y blanco y en un instante pintó la suya.

*

Los guardias no tuvieron más remedio que regresar y preguntarle al rey:
—¿Qué hacemos, traemos a uno, a otro y a otro?
Entonces el rey se cayó de espaldas tres veces, y los guardias tuvieron que ayudarlo a levantarse.
—¡Traen a los tres! —dijo en cuanto estuvo levantado. Pero cuando los guardias bajaron, no había tres casas pintadas.
Había 333.333.
—Bueno— dijeron los guardias cuando terminaron de contarlas. —Se lo diremos al rey.
Y el rey se cayó de espaldas una vez, dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro y ciento veintiocho veces.
Mientras se caía y lo levantaban, el rey ordenaba.
—¡Que me traigan todo lo que sea rojo, azul y blanco!
Los guardias bajaron ligerito.

*

En la ciudad había 333.333 casas rojas, azules y blancas, y las aceras eran rojas, azules y blancas, y los perros metían las colas en los tachos de pintura y luego se sacudían al lado de los árboles, los jinetes con sus ropas recién pintadas subían a los caballos y los caballos al galopar dejaban los caminos pintados; y las palomas mojaban sus patitas en los charcos de pintura que brillaban al sol, luego volaban a los palomares, y los palomeros pintaban las alas de las palomas así que cuando estas volaban por el cielo parecían barriles de colores: y todos las miraban y se sentían muy contentos.

*

Todo era rojo, azul y blanco.
Todo menos el rey, sus guardias y el castillo.
—¡Todo aquel que sea rojo, azul y banco debe marchar inmediatamente al castillo! ¡El rey lo ordena! —dijeron los guardias. Y todos hombres, mujeres, niños, ancianos, caballos, perros y pájaros, gatos y palomas, todos los que podían marchar, llegaron al castillo. Eran tantos, tantos, y estaban tan entusiasmados, que al momento el castillo, las murallas, los fosos, los estandartes, las banderas, quedaron de color rojo azul y blanco.
Y los guardias también.
Entonces el rey se cayó de espaldas una sola vez, pero tan fuerte que no se levantó más.

*

El rey de la comarca vecina, al mirar desde lo alto de su torre dijo:
—Algo ha sucedido, el rey del país chiquito ha cambiado el color de sus estandartes, enviaré a mis emisarios para que averigüen lo que ha sucedido.
—¿Qué ha sucedido?, ¿qué ha sucedido? —preguntaron los emisarios, cuando estuvieron en presencia del rey.
Pero el rey grande del país chiquito estaba tan caído, que ni siquiera podía contestar.

*

Entonces “uno” dijo:
—Resulta que yo estaba en la puerta de mi casa, tomando el fresco, mirando el cielo, y vi pasar una paloma roja, azul y blanca, y entonces... y siguió contando todo lo que había sucedido.
—Pondremos sobre aviso a nuestro rey –dijeron los emisarios del país vecino, no vaya a ser que le pase lo mismo.
Y marcharon al galope.
Claro que los caballos llevaban ya sus patas pintadas, y mientras galopaban, pintaban los caminos de rojo, azul y blanco...
Pero fueron las palomas, las que primero llegaron a la comarca del rey vecino.
Y uno que esta sentado en la puerta de su casa tomando el fresco, las vio y dijo:
—¡Oh, qué lindo!, pintaré mi casa de rojo, azul y blanco.
Y la pintó nomás y... como pueden ustedes imaginar este cuento que acá termina por otro lado vuelve a empezar.
Beatriz Doumerc . Ayax Barnes

La importancia de leer puede verse en la cantidad de libros y cuentos prohibidos y desaparecidos por el poder de los tiranos.

La ultrabomba de Mario Lodi y El pueblo que no quería ser gris de Beatriz Doumerc y Ayax Barnes eran cuentos que habían desaparecido pero gracias a Ana Cuevas de Unamuno y Manuel López los hemos vuelto a leer y los queremos compartir con todos:

La ultrabomba - Mario Lodi

En su fábrica patrón Palanca hacía bebidas con los residuos del petróleo. Pero nadie compraba esas bebidas porque eran negras y hacían venir dolor de barriga.
Entonces inventó una linda publicidad para convencer a la gente.
“Una bebida de Rey para la mamá, el papá y para vos.”
Y él se hizo rico, muy rico, casi como el rey.
Los ricos son siempre amigos de los reyes y también patrón Palanca se hizo amigo.
Una noche fue a cenar a su castillo y le dijo: “¡Hagamos una gran guerra! Yo te construiré la ultrabomba y vos me darás cien ultramillones. Yo seré el más rico del mundo y vos el rey de toda la tierra”.
“Bien”, dijo el rey. “Pero ¿cómo hacemos para convencer a la gente que haga la guerra por nosotros?”.
“Me encargo yo”, dijo patrón Palanca. Se hizo jefe de la televisión e hizo un noticiero lindo como la publicidad y todas las noches decía: “Es lindo combatir y morir por mí y por el rey”.
Y la gente creía en sus palabras mentirosas como bebía sus bebidas negras.
Mientras tanto patrón Palanca en su ultrafábrica nueva construía la ultrabomba, los aviones, los tanques, los fusiles, y todo lo que se necesitaba para hacer la gran guerra. Y le vendió todo al rey por cien ultramillones.
El día de la guerra la gente, en la plaza, miraba en la pantalla de TV al rey y al general Palanca. El general decía: “La guerra ha comenzado. Dentro de poco verán al avión que desengancha la ultrabomba sobre el enemigo que no sabe nada. Nosotros somos los más fuertes y venceremos. Viva yo y viva el rey.”
El avión había llegado sobre la ciudad más grande del mundo. El general ordenó: “¡Tirá la ultrabomba!”.
El piloto miró hacia abajo y vio los chicos que jugaban. Y pensó: “¡Si desengancho los mato!”.
Y volaba, volaba sobre la ciudad que brillaba al sol. Y no obedecía.
—¡Tirá la ultrabomba sobre el enemigo! —gritó el rey enojado.
El piloto volaba y decía:
—Sólo veo chicos y gente que trabaja... el enemigo no lo veo... el enemigo no está.
El rey el general gritaron:
—¡Son ellos el enemigo! Desenganchá y destruilos”.
Pero el pueblo y los soldados gritaron todos juntos:
—¡NO!
Gritaron tan fuerte que el piloto los escuchó. Entonces regresó, voló sobre el castillo y le dijo al rey:
—¡La bomba te la tiro a vos!
El rey y el general escaparon, y desde ese día comenzó otra historia. En toda la tierra, una historia sin guerra.

Texto: Mario Lodi.
Ilustraciones: I. Sedazzari
Traducción y Supervisión: Augusto Bianco.
Biblioteca di Lavoro. Editorial L. Manzuoli, Florencia, Italia.
Rompan Fila Ediciones, 1975
Buenos Aires, Argentina